La idea llevaba semanas rondando la mente de Lucía.
Hacerlo… no hacerlo, estaba claro que ella quería, pero cómo, cuándo,
dónde. No sabía y eso la atormentaba, no
comía, no trabajaba, no pensaba en otra cosa, hasta que se decidió. No dormía
hacía tres días la noche que supo qué hacer. No desarrolló un plan
extraordinario ni nada parecido, solo no aguantó un segundo más, sentía que
todo su interior ardía, que la esencia misma de su ser estaba a punto de ser
expuesta al mundo entero. La idea le encantaba.
Lo vio de lejos e inmediatamente supo qué hacer. Había
encontrado el sentido de la vida en su máxima expresión. Sabía por fin para qué
estaba aquí, para qué había nacido, para qué había sufrido. Empezó a caminar.
Vestía de negro, llevaba un saco comprado especialmente para la ocasión. Todo
era perfecto, impecable. Parecía salida de una típica serie policial
estadounidense. Le encantaba.
Entró al bar y lo buscó con la mirada. Estaba en la
barra, esperando. Pensó por un par de
segundos lo que diría y resolvió que
como todo lo demás, vendría por sí mismo, al fin y al cabo estaba en ella. Era
un don, un maravilloso regalo que no podía desperdiciar (que no iba a
desperdiciar). Se sentó a su lado y ordenó un vaso de whisky.
—Miren quién está aquí —se burló —¡La doctora! Qué
milagro usted por estos lares, tan refinada que se le veía…
—Guárdate los comentarios, Javier —dijo levantando el vaso
que acababan de servirle —. Y dime Lucía, no doctora, que estamos bien lejos de
los tribunales y aparte… no seas conchudo.
—No lo puedo creer, seguías teniendo nombre
como nosotros.
—¿Cómo ustedes?
—Los seres humanos—pronunció
buscando una sonrisa.
Lucía sonrío y se soltó
la cola, se echó el cabello para atrás y luego se lo puso detrás de la oreja.
Javier parecía haber entendido bien todas las señales, pero no podía creerlo,
era imposible.
—Y bueno, ¿me vas a explicar qué haces
aquí conversado conmigo? No era que… ¿cómo decías siempre? ¿Me detestabas? Que
fuera de los tribunales no te vería la cara nunca más. ¿Qué pasó? ¿Mis encantos
te reconquistaron? Después de mí no has encontrado a otro hombre que te haga
sentir mujer, ¿es eso? Ja, ja, ja.
—Un cerdo como siempre,
aunque nunca lejos de la realidad —las
palabras dolían al salir —. Te mudaste… ¿Tú casa está muy lejos?
—Y tú sigues creyendo que tratas con
un idiota. ¿Qué quieres? Que te lleve a casa, que te haga disfrutar una noche,
¿para qué? ¿Para que al día siguiente vayas a una comisaría a decir que te he
violado? Por favor, Lucía… Ya lo intentaste una vez.
—Y estaba loca, Javier. Tienes toda la
razón, nunca he encontrado a nadie como tú, no me importa lo que pasó antes. Me
importa lo que hagamos hoy, en este momento —finalizó parándose y estirando la
mano, como rogando que le hiciera caso.
Cuando llegaron a la casa, Javier no dejaba de
tocarla, de besarla. Ella no ponía resistencia. Sabía qué hacer y cómo hacerlo,
solo esperaba el momento exacto. Empezó a desvestirla, la empujó hacia el
mueble y cayó suavemente sobre ella. Lucía le recordó que necesitaría condones
y con una sonrisa Javier le dijo que por eso le gustaba, que siempre pensaba en
todo y entró al cuarto a sacar
unos. Era el momento perfecto, Lucía se
estiró y sacó algo de su bolso, lo escondió bajo un cojín y se sentó a esperar.
Recordó todo lo que había sufrido por culpa de él,
todo lo que pasó, las humillaciones, recordó todo lo que había perdido y estaba
más decidida que nunca, pero cuando Javier llegó, pareció olvidarlo todo. Se
echó sobre ella y empezó a besarle el cuello, como alguna vez lo había hecho,
empezó a tocarla y así como había recordado las cosas malas, recordó lo bueno.
Era solo bueno para una cosa y era esa, sexo. Su mente luchaba con su cuerpo,
debía hacerlo. La misión era una y esta era la peor distracción.
***
Me odiaba a mí
misma, no concebía sentir placer gracias a ese monstruo, me odiaba, me odiaba,
me odiaba. Y lo hice. Estiré la mano hasta alcanzar lo que había escondido
debajo del cojín y lo hice. Era todo un desastre, un remolino de
acontecimientos, no tenía sentido y a la vez lo tenía, era todo malo y a la vez
placentero. Había llegado a un punto de no retorno. No me detenía, no podía
hacerlo. ¡Vamos! ¡Había encontrado el sentido de la vida en su máxima
expresión! ¡No podía detenerme!
—Lo hice.
—¿Lucía?
—Lucas, lo hice.
—Qué buena historia, Lucía, deberías
haberte dedicado a eso...
—¿Historia? Ja, ja, ja. Ay, Lucas,
para psicólogo eres un poco lento. ¡LO HI-CE!
—Tú lo… —la expresión en la cara de
Lucas cambió drásticamente —. Lo…
—Lo qué, Lucas, lo qué. Anda, ¡dilo!
¿Que si lo maté? Ja, ja, ja. ¡Claro que lo maté! Ja, ja. ¡Ese hijo de puta
tenía que pagar por lo que hizo!
Lucía seguía hablando, seguía insultando, seguía
haciendo lo que “la verdadera” Lucía no haría y la ira de Lucas iba en aumento.
Soy solo un psicólogo, se había repetido mil y un veces, solo eso, pero no
podía evitarlo. La deseaba. La amaba como era y no podía perdonarle haberlo
sacado de la ecuación. Se había ofrecido de mil y un maneras a ayudar, pero
ella no le hacía caso. Hubiera preferido que lo mate a él antes que a ese. ¡Qué
cólera sentía!
—No me importaba cuánta sangre salía,
no interesaba ensuciarme. Ja, ja, ja, tendrías que haber visto al imbécil, no
paraba de rogar que pare, que pare. ¡ÉL NUNCA PARÓ CUANDO SE LO PEDÍ, LUCAS!
¡NUNCA! Tenía su vida en mis manos, pude salvarlo, pude…
—¡Cállate! ¡Deja ya de hablar! —gritó
enfurecido, acercándose violentamente, con un pisa papeles de metal en mano —.
¿Qué no ves que pude ayudar? ¿Que te amo? ¿Que mientras perdías el tiempo con
ese imbécil yo te estaba esperando? ¿Qué, no te das cuenta que el que moría por
ti era yo? ¿Que no necesitabas matarlo, que ya lo habías hecho conmigo? —balbuceaba
mientras la golpeaba —¿QUE LA QUE QUERÍA MORIR ERAS TÚ?