viernes, 25 de mayo de 2012

El sentido de la vida


La idea llevaba semanas rondando la mente de Lucía. Hacerlo… no hacerlo, estaba claro que ella quería, pero cómo, cuándo, dónde.  No sabía y eso la atormentaba, no comía, no trabajaba, no pensaba en otra cosa, hasta que se decidió. No dormía hacía tres días la noche que supo qué hacer. No desarrolló un plan extraordinario ni nada parecido, solo no aguantó un segundo más, sentía que todo su interior ardía, que la esencia misma de su ser estaba a punto de ser expuesta al mundo entero. La idea le encantaba. 

Lo vio de lejos e inmediatamente supo qué hacer. Había encontrado el sentido de la vida en su máxima expresión. Sabía por fin para qué estaba aquí, para qué había nacido, para qué había sufrido. Empezó a caminar. Vestía de negro, llevaba un saco comprado especialmente para la ocasión. Todo era perfecto, impecable. Parecía salida de una típica serie policial estadounidense. Le encantaba.

Entró al bar y lo buscó con la mirada. Estaba en la barra, esperando.  Pensó por un par de segundos lo que diría y resolvió que como todo lo demás, vendría por sí mismo, al fin y al cabo estaba en ella. Era un don, un maravilloso regalo que no podía desperdiciar (que no iba a desperdiciar). Se sentó a su lado y ordenó un vaso de whisky.

Miren quién está aquí —se burló —¡La doctora! Qué milagro usted por estos lares, tan refinada que se le veía…

Guárdate los comentarios, Javier —dijo levantando el vaso que acababan de servirle —. Y dime Lucía, no doctora, que estamos bien lejos de los tribunales y aparte… no seas conchudo.

—No lo puedo creer, seguías teniendo nombre como nosotros.

—¿Cómo ustedes?

—Los seres humanos—pronunció buscando una sonrisa.

Lucía sonrío y se soltó la cola, se echó el cabello para atrás y luego se lo puso detrás de la oreja. Javier parecía haber entendido bien todas las señales, pero no podía creerlo, era imposible.

—Y bueno, ¿me vas a explicar qué haces aquí conversado conmigo? No era que… ¿cómo decías siempre? ¿Me detestabas? Que fuera de los tribunales no te vería la cara nunca más. ¿Qué pasó? ¿Mis encantos te reconquistaron? Después de mí no has encontrado a otro hombre que te haga sentir mujer, ¿es eso? Ja, ja, ja.

—Un cerdo como siempre, aunque nunca lejos de la realidad —las palabras dolían al salir —. Te mudaste… ¿Tú casa está muy lejos?

—Y tú sigues creyendo que tratas con un idiota. ¿Qué quieres? Que te lleve a casa, que te haga disfrutar una noche, ¿para qué? ¿Para que al día siguiente vayas a una comisaría a decir que te he violado? Por favor, Lucía… Ya lo intentaste una vez.

—Y estaba loca, Javier. Tienes toda la razón, nunca he encontrado a nadie como tú, no me importa lo que pasó antes. Me importa lo que hagamos hoy, en este momento —finalizó parándose y estirando la mano, como rogando que le hiciera caso.

Cuando llegaron a la casa, Javier no dejaba de tocarla, de besarla. Ella no ponía resistencia. Sabía qué hacer y cómo hacerlo, solo esperaba el momento exacto. Empezó a desvestirla, la empujó hacia el mueble y cayó suavemente sobre ella. Lucía le recordó que necesitaría condones y con una sonrisa Javier le dijo que por eso le gustaba, que siempre pensaba en todo y  entró al cuarto a sacar unos.  Era el momento perfecto, Lucía se estiró y sacó algo de su bolso, lo escondió bajo un cojín y se sentó a esperar.

Recordó todo lo que había sufrido por culpa de él, todo lo que pasó, las humillaciones, recordó todo lo que había perdido y estaba más decidida que nunca, pero cuando Javier llegó, pareció olvidarlo todo. Se echó sobre ella y empezó a besarle el cuello, como alguna vez lo había hecho, empezó a tocarla y así como había recordado las cosas malas, recordó lo bueno. Era solo bueno para una cosa y era esa, sexo. Su mente luchaba con su cuerpo, debía hacerlo. La misión era una y esta era la peor distracción.
***
Me odiaba a mí misma, no concebía sentir placer gracias a ese monstruo, me odiaba, me odiaba, me odiaba. Y lo hice. Estiré la mano hasta alcanzar lo que había escondido debajo del cojín y lo hice. Era todo un desastre, un remolino de acontecimientos, no tenía sentido y a la vez lo tenía, era todo malo y a la vez placentero. Había llegado a un punto de no retorno. No me detenía, no podía hacerlo. ¡Vamos! ¡Había encontrado el sentido de la vida en su máxima expresión!  ¡No podía detenerme!

—Lo hice.

—¿Lucía?

—Lucas, lo hice.

—Qué buena historia, Lucía, deberías haberte dedicado a eso...

—¿Historia? Ja, ja, ja. Ay, Lucas, para psicólogo eres un poco lento. ¡LO HI-CE!

—Tú lo… —la expresión en la cara de Lucas cambió drásticamente —. Lo…

—Lo qué, Lucas, lo qué. Anda, ¡dilo! ¿Que si lo maté? Ja, ja, ja. ¡Claro que lo maté! Ja, ja. ¡Ese hijo de puta tenía que pagar por lo que hizo!

Lucía seguía hablando, seguía insultando, seguía haciendo lo que “la verdadera” Lucía no haría y la ira de Lucas iba en aumento. Soy solo un psicólogo, se había repetido mil y un veces, solo eso, pero no podía evitarlo. La deseaba. La amaba como era y no podía perdonarle haberlo sacado de la ecuación. Se había ofrecido de mil y un maneras a ayudar, pero ella no le hacía caso. Hubiera preferido que lo mate a él antes que a ese. ¡Qué cólera sentía!

—No me importaba cuánta sangre salía, no interesaba ensuciarme. Ja, ja, ja, tendrías que haber visto al imbécil, no paraba de rogar que pare, que pare. ¡ÉL NUNCA PARÓ CUANDO SE LO PEDÍ, LUCAS! ¡NUNCA! Tenía su vida en mis manos, pude salvarlo, pude…

—¡Cállate! ¡Deja ya de hablar! —gritó enfurecido, acercándose violentamente, con un pisa papeles de metal en mano­ —. ¿Qué no ves que pude ayudar? ¿Que te amo? ¿Que mientras perdías el tiempo con ese imbécil yo te estaba esperando? ¿Qué, no te das cuenta que el que moría por ti era yo? ¿Que no necesitabas matarlo, que ya lo habías hecho conmigo? —balbuceaba mientras la golpeaba —¿QUE LA QUE QUERÍA MORIR ERAS TÚ?

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